miércoles, 2 de noviembre de 2011

Las sirenas. Homero, Odisea.



Después- continuó Ulises- de que hubimos quemado los restos de nuestro malogrado compañero en la isla de Eea y lo hubimos enterrado, erigiendo sobre su tumba un túmulo coronado por un cipo, proseguimos nuestro viaje. Circe, que nos había recibido y obsequiado espléndidamente, nos puso en guardia contra todos los peligros que nos aguardaban y nos suministró abundantes vituallas.

El primer peligro con el que debíamos enfrentarnos, y que ya nos había predicho la maga, estaba en la isla de las Sirenas. Son éstas unas ninfas que cantan maravillosamente y hechizan a quienes aciertan a escuchar sus cantos. Sentadas en la verde orilla, entonan sus dulces canciones, dirigidas a los navegantes que pasan por aquellos parajes. El que se deja atraer por ellas corre a una muerte segura, por eso se amontonan en aquella orilla numerosas osamentas de hombres putrefactos, cuya piel se va consumiendo.

Una vez que llegamos a la isla de aquellas ninfas temibles, detúvose nuestra nave, pues de repente cesó de soplar el suave viento que nos había estado empujando hasta entonces, y el mar apareció terso y brillante como un espejo. Mis compañeros arriaron la vela, la doblaron y depositaron en el barco, y empuñaron enseguida los remos con objeto de seguir impeliendo la nave. Yo me acordé de las palabras de Circe cuando nos previno de todo aquello: "Al llegar a la isla de las Sirenas, y cuando ya os amenace su canto, tapa con cera los oídos de tus compañeros para que no puedan oirlo, y si tu quieres escuchar la canción, ordena que te aten de pies y manos y que te amarren al mástil; y cuanto más ahínco pongas en rogar a tus amigos que te suelten, tanto más deben elllos apretar las cuerdas".

Acordándome entonces de sus recomendaciones, tomé un gran pan de cera y, tras cortarlo en pedacitos, lo amasé con mis nervudos dedos, aplicando luego la cera reblandecida a las orejas de mis compañeros. Ellos, por su parte, cumpliendo mi orden, me amarraron sólidamente al palo y, volviendo a sentarse a los remos, continuamos la ruta. Al ver las Sirenas acercarse la nave, levantándose en la orilla en figura de bellísimas doncellas y con voz clara y de una dulzura infinita, entonaron la canción cuya letra decía:


¡ Oh ven , Ulises glorioso, gloria insigne de los aqueos!

Acércate y detén tu nave para escuchar nuestra voz.

Pues nadie pasó aún de largo en su negro navío

Sin antes de nuestra boca oir la voz, dulce como la miel,

Volviéndose luego contento y sabiendo muchas más cosas,

Ya que nosotras sabemos todo lo que, por querer de los dioses,

Sufrieron en tierras de Troya los hijos de Ilión y los de Argos

Y sabemos cuanto acontece en la tierra fecunda.


Así cantaban, y mi corazón palpitaba en mi pecho, ávido de seguir oyendo su canto, y con la cabeza hacía señas a mis amigos de que me soltasen. Pero ellos, sordos, seguían remando con más vigor, y Euríloco y Perimedes se vinieron a mí y, cumpliendo las órdenes que les diera, me sujetaron aún con más fuerza. Sólo cuando ya estuvimos lejos del alcance de las seductoras voces, mis amigos se quitaron la cera de los oídos y me desataron, y yo les di de todo corazón las gracias por su firmeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario